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¿Quién es el más fuerte?

jueves, 27 de septiembre de 2007

Cuando el Consejo de Seguridad decide imponer sanciones a un Estado por sus ataques a la paz y seguridad mundiales, estas afectan a su economía, su poder político o incluso lo ataca por la fuerza. A los lectores de las noticias nos impresiona la fuerza de imposición de este organismo, las pérdidas económicas del atacado o la manera en que su poder o su fuerza se ven disminuidas. Son respuestas más o menos violentas y dañinas a actitudes que también eran dañinas, necesariamente según la legalidad internacional, en mayor o igual medida que las primeras. Es más fuerte quién puede con el otro, quien físicamente es capaz de destruirlo.
Esto es verdad no sólo en nuestras sociedades humanas, sino que también lo es en la naturaleza, y visiblemente en el reino animal. Quien mejor se defiende, quien mejor ataca, quien mejor se esconde, más tiempo sobrevive, y a todos nos viene a la cabeza la imagen de los ciervos enzarzados en una pelea.
Pero a veces olvidamos que no todo lo natural es necesariamente bueno, es decir que el ser humano puede ser en ese sentido mucho más fuerte que el resto de la naturaleza: podemos destruirla en un santiamén, y un santiamén antes de que ella nos destruya a nosotros, y precisamente por esa desmesurada fuerza que tenemos nos es necesario contar, como contamos, con un cerebro bien desarrollado.
La discusión sobre dónde se hayan los sentimientos y dónde el raciocinio y si el reino animal cuenta con estos desborda mi artículo, sin embargo indiscutible es que los humanos disfrutamos de estas aptitudes de forma clara y generalizada. Y que no las usamos.

Cuando leemos, o por lo menos yo, las noticias sobre las respuestas pacíficas a los ataques violentos, éstas nos impresionan mucho más hondo y en mayor medida que aquellas respuestas del Consejo de Seguridad o de cualquier fuerza armada. No sólo en nuestros sentimientos: la empatía nos permite entender el dolor y la generosidad de aquellos que sin armas pretenden defender los derechos fundamentales de los demás; también en nuestro raciocinio: cuánto más sentido tiene luchar sin destruir, defender sin torturar: si todos formamos parte de un mismo todo que es el universo, qué sentido tiene atacarlo, herirlo, reducirlo, reducir nuestro propio futuro y disfrute. Hacer entender, explicar, hablar, es la defensa de... ¿los débiles? ¿de los que no tienen armas con qué luchar? O de los que son demasiado sabios para estar dispuestos a entrar en ese juego, incluso si han adquirido esa sabiduría a fuerza de la llamada hoy debilidad.

Episodios como la lucha pacífica contra la segregación en Nashville, dirigida por James Lawson, o la Revolución del Azafrán de los monjes birmanos, me hacen llorar de admiración, despiertan sentimientos que todas las tropas y tanques que pongan en práctica la resolución del Consejo de Seguridad que ordenó la intervención en Afganistán no podrán despertar nunca. No critico estas intervenciones que considero necesarias, pero me gustaría apelar a nuestro sentido común y que reflexionemos sobre si no estaremos ignorando la verdadera fuerza, y sustituyéndola por la fuerza material.

¿Hemos olvidado todo lo etéreo? ¿Será que en la modernidad, o postmodernidad, no tienen ningún interés los sentimientos? Es la reconceptualización del raciocinio, según Ritzer, es un nuevo raciocinio completamente irracional que ha transformado nuestros valores y que los ha puesto patas arriba, para que hoy valoremos todo lo palpable, e ignoremos todo lo etereo: es la alienación de Marx. Somos cuerpo y alma, se decía antiguamente, pero nosotros parecemos ignorar la segunda mitad, que acaso será mucho más importante.
Asistimos a un tiempo de culto al cuerpo desmesurado en el que acicalamos nuestra apariencia física durante horas y luego nos disculpamos si mostramos que tenemos un alma al dejar caer una lágrima en un lugar público. Nuestro cuerpo queda en el mejor lugar: la imagen de nuestra alma por los suelos, ¿qué clase de animal sin corazón podría avergonzarse de reconocer que tiene sentimientos?.
Y si pensamos en nuestro interés más hedonista, ¿es mayor la felicidad que dan las cosas materiales o las impalpables? Creo que aquí todos entenderemos que el placer de amar a un hijo no puede ser comparado con el placer de tener una casa con piscina. Y sin embargo, ¿qué clase de discurso social hace que hoy valoremos más lo material? ¿Por qué nuestro mundo se rige por números? Una casa, dos casas, tres casas. El amor no lo podemos contar.
Capitalismo, McDonaldización, globalización, postmodernidad, llamémoslo como queramos pero hoy apreciamos valores personales de alcance limitado. Si aspiramos a un trabajo informaremos de nuestros estudios, de nuestra experiencia profesional y del número de pulsaciones por minuto cuando mecanografiamos, pero no diremos si somos generosos, si tenemos una gran capacidad de entrega, si sabemos afrontar con valor los ataques ajenos: eso no se puede demostrar... ¿NO? Y de cualquier modo... ¿por qué siempre ha de ser necesario demostrar? ¿por qué siempre cuantificable? Cada vez más, bien es verdad, se incluyen en los CV datos del tipo: capacidad para trabajar en equipo.

Quizá poco a poco nuestras sociedades se mueven camino de una racionalidad que no ignora la mayor parte de nuestra capacidad: la empatía y el sentimiento, una racionalidad lógica con nuestro ser completo. Mientras tanto, una lágrima de admiración cada mañana al leer el periódico por todos aquellos que son consecuentes con la condición humana, no nos vendrá mal.


1 comentario:

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.